Aplausos para los comprimarios anónimos
«Se está extendiendo por doquier una grave enfermedad desconocida. Un Médico, alarmado por el avance de la pandemia, solicita ayuda e información a las autoridades, sin obtener respuesta. Impotente, acude a las oficinas gubernamentales; pero los burócratas se enfadan con él porque así no cumple con la normativa y trámites. Cuando logra notificar acerca de la peligrosidad de la enfermedad, se desacredita la credibilidad del Médico y se minimiza la gravedad de la situación. El Presidente tiene una agenda política determinada y está fuera de toda consideración que se vea alterada, ni siquiera por motivos de salud pública. Únicamente cuando el Presidente cae enfermo, éste vuelve la mirada, solicitando la ayuda de la ciencia médica».
Este relato no está extraído de algún medio de comunicación durante los meses en que toda la comunidad internacional se ha visto sacudida por culpa de la COVID-19. Se trata de parte de la trama de la ópera The Doctor of Myddfai (1996), del compositor inglés Peter Maxwell Davies. ¿Quién decía que la ópera es un género totalmente ajeno y desconectado de la realidad y cotidianeidad? El teatro lírico y las canciones, al igual que las artes representativas, pueden utilizarse para tratar de explicarnos como individuos y como sociedad. Y, obviamente, tanto la enfermedad como la muerte tienen un gran significado en la vida y en el arte (recuérdese la copla de la canción que sintetizaba, “tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”). Mucho tiempo antes, incluso, de que naciese y se desarrollase la medicina moderna, ya se trataba en música la enfermedad y la lucha contra ella.
El creador siempre tiene un bagaje ante las caracterizaciones. La enculturización, el contexto histórico-espacial y la construcción de esquemas cognitivos hacen que se enfoquen -en el caso que nos ocupa- la enfermedad y el médico de una manera concreta y cambiante a lo largo de la historia. A su vez, el público receptor responde intelectual y emocionalmente a la representación de la enfermedad, muerte y labor médica parcialmente a través de su propia comprensión y predisposición hacia determinada convención, y parcialmente a través de la presentación de los creadores. Por otra parte, la repetición o evolución de determinada representación o estereotipo influye hasta cierto grado en la percepción social.
Así se puede apreciar la transformación de la visión social de la medicina, la ética, e incluso la relación médico-paciente en música. No solamente en la vocal, sino también en la instrumental y en ésta, muy notablemente, por omisión. El ejemplo paradigmático es Le tableau de l’operation de la taille, en el que el violagambista Marin Marais narró a través de su instrumento, en 1725, una extracción de piedra del riñon. No se sabe con certidumbre si lo padeció en primera persona o fue testigo. En cualquier caso, el autor de la obra se centra en la experiencia del paciente. El cirujano destaca por su ausencia, limitándose a la impersonal ejecución de una labor cuasi-mecánica. Llama la atención cómo, a pesar de la abundancia de obras de carácter descriptivo tanto en el Barroco como en siglos anteriores, ni los heridos en las batallas, ni los estados alterados de conciencia parecen requerir un intercesor que contribuya a recuperar el estado somático ‘normal’. ¡Con lo fácil que sería producir un contenido sonoro que contrastara -procedente, dada la yuxtaposición paciente/médico, enfermo/sano, padecimiento/conocimiento- frente a los sonidos, fuertes o disonantes, que se asocian con el peligro o la información negativa!. Los limitados conocimientos farmacopédicos ante una concepción hipocrática de la enfermedad (el desequilibrio de los humores del cuerpo) hacían del médico una figura con relativa poca influencia en el proceso de reconocimiento de la dolencia y recuperación y, por lo tanto, sin interés para ser plasmado musicalmente en el relato.
Los primeros trabajos de fisiología humana, con Servet o Harvey y, posteriormente, los estudios de patología de Morgagni llevaron a un conocimiento de la enfermedad como una disfuncionalidad de los órganos y así cambió el paradigma clínico y los métodos de diagnóstico y tratamientos. Esta serie de avances fue contemporánea al nacimiento y desarrollo de la ópera. Hay demasiadas obras de teatro lírico con personajes que se dedican a la medicina como para listarlas todas. Pero bastan unos ejemplos para señalar cómo, de forma paralela, fue progresivamente cambiando la actitud ante la labor médica y la muerte en el escenario. Inicialmente, por herencia de la commedia dell’arte, se satirizaba la búsqueda del conocimiento, encarnado en la figura del Dottore. Médico, y a veces filósofo, con propensión a la verborrea y al uso de palabras sin sentido, pretende mostrar su erudición, quedando a menudo en ridículo, como el Bartolo de Mozart. Pronto se produciría un cambio de modelo, pero la incompetencia profesional es un recurso cómico demasiado jugoso como para abandonarlo, y reaparecería a principios del siglo XX, con los coros en Cendrillon, de Massenet, El amor de tres naranjas, de Prokofiev, El rey que rabió, de Chapí, y los sucesivos diagnósticos en L’amore medico, de Wolf-Ferrari. También habría una ‘venganza’ contra los médicos en forma de canción de salón. Estos divertimentos inocentes caricaturizaban, a raíz de la instauración de cierta sistematización en la medicina, el aspecto, emolumentos y modus vivendi de los médicos, la cornucopia de remedios experimentales… Lo bien que facilitan la rima los latinajos sólo es la guinda del pastel.
Entre ambos extremos temporales, los sanitarios demuestran gran integridad, aunque raramente dejan de ser un personaje secundario, realizando con discreción su importante labor. No falla la rivalidad entre médicos y farmacéuticos (Doktor und Apothekary, de Dittersdorf), pero incluso éstos tienen una paciencia que sobrepasa el límite del deber (Don Annibale Pistacchio en Il campanello di notte, de Donizetti). Don Alvaro (La forza del destino, de Verdi), es salvado por un cirujano, mientras que los oftalmólogos Berg (Der Augenarzt, de Gyrowetz) e Ibn-Hakia (Iolanta, de Tchaikovsky), devuelven la vista con mucha más maña que la que tuvo John Taylor con Bach y Handel. Pero también hay impostores, que ofrecen placebos (Le philtre, de Auber; L’elisir d’amore” de Donizetti), suplantadores (Despina en Così fan tutte, de Mozart; Silvio en Le Docteur Miracle, de Bizet; Sganarelle, en Le médecin malgré lui, de Gounod)
Éstos roles, y más, se contextualizaban en un marco en el que la presencia de la enfermedad y mortalidad dentro de la escena ya no era tabú. Se reconocía que podía servir para el público como ejercicio de catarsis, un ritual de recuerdo de la propia mortalidad y finitud. Además, se podía experimentar toda suerte de emociones desde la seguridad que ofrece la butaca ya que, cuando baja el telón, el peligro se desvanece de nuestro lado. En las tramas pasa a considerarse la enfermedad y/o la muerte como acontecimientos parte del orden natural de las cosas, o propiciante de redención, descanso, restablecimiento o puerta a un más allá mejor para los personajes. Incluso fuente de belleza a nivel estético. La amplia difusión de determinadas enfermedades, tanto fisiológicas como psicológicas, llevó a los compositores a incluirlas como elementos significativos dentro de la trama por las relaciones y la familiaridad que ya tenía establecidas el público. En el siglo XIX, por encima de todas, la tuberculosis. El Doctor Grenvil únicamente podía confortar a Violetta (La Traviata, de Verdi), porque la cura no se descubrió hasta casi 30 años después del estreno.
El avance de la ciencia médica desde 1900 ha conllevado y posibilitado cambios culturales en la actitud ante la enfermedad y la muerte. El ejercicio de la medicina o la enfermería es respetada y aplaudida. En el teatro lírico, a pesar de alguna oveja negra (El Doctor en Wozzeck, de Berg), casi todos los doctores y doctoras son racionales, inteligentes, capaces y se desviven por el bienestar de sus pacientes (Dr. Pustrpalk, en Sarlatán, de Haas; Dr. Ch’eng Ying en A night at the chinese opera, de Weir; El Doctor, en Vanessa, de Barber; Dr. S., en The man who mistook his wife for a hat, de Nyman…). Como podemos ver en la vida cotidiana.
En palabras de Stravinsky: “La música se nos ha dado para establecer un orden en las cosas; para ordenar lo caótico y lo personal en algo perfectamente controlado, consciente y capaz de la vitalidad duradera”. La música aspira a confortar y facilitar la vida. Por una parte, los médicos representados en música, al igual que otros elementos, aparecen de forma estilizada y estereotipada para contribuir al distanciamiento que permite aprehender de manera crítica la obra de arte. Pero suele producirse una mirada burlesca a la figura del doctor porque cuesta reconocer nuestra vulnerabilidad e indefensión, que nos exige confiar ciegamente en el buen criterio de un desconocido.