Cuando sentir es entender
Opus Gelber. Retrato de un pianista, de Leila Guerriero
Anagrama, Barcelona. 2019, 336 páginas.
18,90€
A veces ocurren situaciones inesperadas, de esas que suceden de un modo aleatorio e incomprensible, pero que se ajustan al signo de los tiempos, cuando no a las emociones persistentes que brotan algunos días en los corazones de los lectores osados. Porque osado ha de ser uno para sumergirse en el nuevo libro de Leila Guerriero (Junín, Buenos Aires, 1967). Pasar con él varias horas, varios días y hasta alguna semana, inmersos en un tiempo que no desearíamos que se agotara, que durara siempre, a cuentagotas, para no llegar jamás al punto y final de la aventura que nos tenía reservada la periodista argentina sin nosotros sospecharlo. Algo podía imaginar el lector curioso, que tal vez ya tuvo entre sus manos aquellos Frutos extraños (Alfaguara, 2012), una primera antología de crónicas en las que ya sobresalía ese modo de hacer periodismo en el que los textos tienen “la forma de la música, la lógica de un teorema y la eficacia letal de un cuchillazo en la ingle.”
Otros, en cambio, se dieron de bruces con un volumen misceláneo en el que se reflexiona sobre el oficio de escribir, y su envés irremediable que no es otro que el oficio de leer: pensando que iban a leer un libro de conferencias dispersas, relatos variados y apuntes a vuelapluma, abrieron las puertas al indispensable Zona de obras (Círculo de tiza, 2014), un modo de entender y contar las noticias como nunca debieron dejar de contarse, que trae en su interior de regalo una poética sobre el modo de acercarse al mundo para que no se nos escape nada de él.
Guerriero se convierte así en una venturosa artista de la palabra, dentro de una saga de narradores que entronca con Truman Capote —pero enraizada en el barbecho persistente de Manuel Chaves Nogales, aquí entre nosotros— y tiene en Ryszard Kapuściński, Martín Caparrós, Emmanuel Carrère o Juan José Millás continuadores de primer orden en eso de relatar la realidad con los fuegos de la ficción. El reguero de títulos ya irrenunciables para cuantos deseen aprender a ver para aprender a contar se completa con otros tantos títulos, desde Los suicidas del fin del mundo (Tusquets, 2005) a Una historia sencilla (Anagrama, 2013) o Plano americano (Anagrama, 2013; ed. ampliada en 2018).
En todos estos títulos late el firme propósito de no renunciar al arte cuando se trata de explicar la vida de los hombres a otros hombres: “Yo no creo en las crónicas interesadas en el qué pero desentendidas del cómo. No creo en las crónicas cuyo lenguaje no abreve en la poesía, en el cine, en la música, en las novelas… Porque no creo en crónicas que no tengan fe en lo que son: una forma de arte”. El propio Credo de la Guerriero expuesto desde un No Credo en el que cabe todo excepto la desafección y el lugar común.
Pero estaba hablando de situaciones inesperadas, de esas que van desde una mirada a veinte metros de profundidad que te alza a veinte metros del suelo con un solo pestañeo hasta una fotografía de Gordon Parks que se convierte en el insospechado punto de lectura de Opus Gelber. Retrato de un pianista, el último libro que ha armado Leila Guerriero para regocijo de sus fieles de hoy y para sorpresa de sus repentinos fieles futuros. Lo inesperado estriba en que uno se zambulle en una lectura sin apenas conocer a la persona en la que la cronista ha puesto el foco (“un hombre [homosexual] de setenta y seis años artificioso, reiterativo, dueño de un arte magistral , [un insomne] preocupado por la línea de las cejas. ¿Qué es esto? Se acaba el tiempo para averiguarlo”), pero confiado en que nada malo puede salir de esa cabeza inquieta y asalvajada que persigue la excelencia del gesto artístico mientras muestra las zozobras de un ser nacido para la música, como es el caso del pianista argentino y leyenda viva del instrumento Bruno Leonardo Gelber (Buenos Aires, 1941), el mejor intérprete que ha existido de la sonata Claro de luna de Beethoven (el más excelso registro de la historia del que quedan lejos Wilhelm Kempf, Stephen Kovasevich, Claudio Arrau y Alfred Brendel, a apreciación de La Tribune des critiques, de Radio France) y del Concierto para piano número 1 opus 15 de Johannes Brahms.
Un intérprete que ha vivido diciendo adiós a todo el mundo menos a la pasión que lo envuelve, lo único a lo que siempre le será fiel puesto que ella jamás le falló, la música. A los quince años ya había tocado en el Teatro Colón de Buenos Aires un Schumman dirigido por Lorin Maazel, y a los diecisiete, bajo la dirección de Robert Kinsky, volvió a presentarse en el Colón para abordar la obra que lo convertiría en un pianista de fama mundial. Como si Gelber hubiera nacido para interpretar ese primer concierto para piano del compositor romántico, a pesar de que a la llegada del tutti —con once años— el pequeño Bruno se quedaba dormido, no porque se aburriera, sino como “reacción a la fuerza herculeana de esa obra”, según sus propias palabras. Le llegaba al joven una suerte de tanatosis por saturación, la misma que acontece a algunos animales cuando se sienten amenazados, hasta el grado de que algunos bichos llegan a inducirse un coma que puede durar horas, a la espera de que pase el peligro. Se trata, en el caso del pianista, de la cara sonora del Síndrome de Stendhal ante tanta belleza expuesta al unísono.
Iniciado en el piano a la edad de tres años, Gelber forma parte de ese manojo de artistas que saben mejor que nadie lo que tienen entre manos. En su caso, unas manos de cuero trabajado a conciencia durante decenios, ahora molludas —“falanges sobreacolchadas”, las llama Guerriero— aunque siempre diestras, casi se diría que autónomas, si no fuera porque sabemos que la fuerza motriz la ajusta esa cabeza rematada en una cofia pompadour de color incierto tan artificial como natural es su andar sin apenas peso por la vida, casi como un suspiro, levitando y viendo que todo merece ser experimentado si anda la belleza por medio. Y eso que contrajo polio con apenas siete años. Pero la fiebre verdadera ya andaba en su interior; el virus ya se había propagado y nada podía hacerse para frenar la pasión por el piano del pequeño, al que sus padres hubieron de encajar el teclado en la cama el año que permaneció postrado para así poder estudiar.
De aquel ataque le quedó una parálisis permanente en la pierna izquierda y la obligación de superarse día tras día, bien fuera a manos del genio frustrado de Vicente Scaramuzza en sus años de iniciación (“ocho horas durmiendo, ocho horas estudiando y ocho horas pensando en lo que se ha estudiado”), bien ya en París bajo la tutela de la gran formadora Marguerite Long (la otra era Nadie Boulanger), donde viajó solo desde la Argentina cuando todavía no había cumplido veinte años de edad. La amiga de Fauré, Debussy, Ravel o Thibaud supo extraer del extraño mozo sus mejores dotes, además de facilitarle la conexión con la nobleza europea, que pronto se haría incondicional del pianista. Long, una de las mejores maestras del siglo XX, dictaminó: “Usted será mi último alumno, pero el mejor”. No se equivocaba. Compartía esa entereza y sacrificio sin la renuncia hedonista con otro gran pianista de dotes tan extraordinarias como sus limitaciones físicas, el gigante Michel Petrucciani, quien como el argentino, también aprendió a vivir en el presente, aunque el francés con un manejo del swing que se le escapaba al argentino, “ese abandono que tiene que tener esa música [el jazz], yo podía imitarlo pero no era mío. No me salía.”
Quien esto escribe ha de confesar que no conocía a Bruno Gelber (sí a Marta Argerich, sí a Daniel Barenboim, los otros pianistas famosos argentinos), pero sabía que si Guerriero lo convertía en sujeto de un libro hasta el punto de titularlo con su apellido ya era suficiente garantía para abandonarse al relato de sus días. Opus Gelber es, en efecto, el retrato de un pianista dotado y dichoso. Es una aventura milagrosa sobre la necesidad de conocer y la imposibilidad de conocer. Porque, quién conoce de verdad a alguien, si apenas acertamos a conocernos a nosotros mismos, siempre en cambio permanente, cuando no ocultándonos o sembrando trampas que eviten indagar en el fondo verdadero del ser.
No será cuestión de desmenuzar demasiado el artilugio que ha montado la escritora, ni tampoco es de recibo destripar la trama de una vida dedicada por completo a la música, pero el volumen es de antología. El logro mayor de Leila Guerriero consiste en reconocer la dificultad que entraña apropiarse de una vida durante un año (2017) de entrevistas, visitas fugaces, encuentros disipados, cenas sublimes, llamadas telefónicas intempestivas…, para acabar reconociendo que el arte de Bruno Leonardo Gelder, más allá de resultar laberíntico, seductor, enigmático, “consiste en ser el mejor vehículo de la obra de otros. Pero él es su mayor composición. Y nadie puede interpretarla.” De ahí que titule el libro como lo hace.
Tras despedirse y alcanzar la calle, la periodista Guerriero —convertida en amiga— solía mirar hacia la balconada de Gelder, como si desde abajo pudiera vislumbrar al hombre que no acababa de apresar en el piso. ¿Quiénes somos cuando estamos solos y dejamos de actuar para los demás? ¿Era honesto Bruno consigo mismo, o siempre interpretó el papel que necesitaba mostrar a los demás y hasta a él mismo frente a un espejo? ¿Dónde iba a parar aquella pasión que parecía infinita? De haber tenido una gamuza mágica que la pudiera apresar, seguro que al pasarla por las teclas amarfiladas del piano del Gelder hubiera acabado impregnada de toda aquella pasión incontenida de la que ha dado cuenta en los más de cinco mil conciertos en cincuenta y cuatro países por los que ha repartido su arte pianístico. Nada se dice de la marca de pianos con la que se siente más cómodo. No interesa tanto el instrumento como el ejecutante que lo pulsa.
Hay un par de asuntos que se apropian de nuestra atención, más si cabe. El primero tiene que ver con la arquitectura del libro que lo hace extremadamente inusual, y que lo convierte en un experimento de gran calibre literario: Leila Guerriero —“pichona”, “maravilla” o “tesoro” en voz de Gelber— ensaya múltiples posibilidades de apropiarse de la vida del caleidoscópico pianista argentino y a fe que lo consigue, pero a costa de convertirse ella misma en un personaje en la sombra, como ha sabido ver su colega Juan José Millás, tal vez el escritor más afín a la propuesta artística de Guerriero. No ya en cuanto a poética, sino en lo que concierne a la sensibilidad con la que ambos enfrentan el hecho de convertir la realidad en materia literaria de primer orden, expertos como son en borrar las fronteras entre el periodismo y la literatura. Dice Millás que “Leila Guerriero construye arquitecturas verbales en las que uno se quedaría a vivir (…) Cada vez que dejas el libro (que abandonas la casa) porque has de atender a las ocupaciones de la existencia cotidiana, es como si te arrancaran un miembro que sólo recuperas al regresar a él (la casa) y te instalas de nuevo en ese clima moral enfermizo y magnífico, en esa vivienda en la que cada armario (en cada párrafo) hallas una sorpresa.” Aquí sobran las palabras. Simplemente, hay que atravesar el umbral del libro y adentrarse en este milagro que pide regresar a él para renovar el placer por los libros bien armados, por la sensibilidad bien dispuesta, por las ansias de acercarse a la verdad, que como decía Antonio Gramsci, siempre es revolucionaria.
El segundo de los asuntos que piden paso es la reconstrucción del personaje de Bruno Gelder por parte de Guerriero. Si en Una historia sencilla, la cronista argentina contaba la vida de un hombre corriente, el gaucho Rodolfo González Alcántara, para convertirla en la épica del hombre común, en Opus Gelber bucea en la vida de Bruno con la intención de perfilar la épica de un ser excepcional. “Las vocaciones son la enfermedad más linda que existe”, dice el intérprete en un momento del relato, y sin duda parece cierto. De otro modo no podría haber vivido veinticinco años en París y veintitrés en Mónaco, codeándose con monarcas de todo tipo y fanáticos de toda condición. Cuando en 2013 regresó a la Argentina, todavía con su oído absoluto intacto, pero mermado en sus facultades físicas a pesar de su proverbial fortaleza, trató de reinventar la vie de châteaux que había llevado en Europa. Allí, en el popular barrio de Once, entre fotografías de la actriz argentina Laura Hidalgo, la televisión sintonizada para no perderse los programas del corazón más infames y con sus dotes para aplicar el protocolo sin contemplaciones pero también con suma naturalidad, lo encontró Leila Guerriero. “A mí lo simple no me molesta, lo que me molesta es lo chabacano, lo vulgar.” Más tarde le dirá que no escucha apenas música grabada: “Yo tengo música en los oídos todo el tiempo; a veces es un poco enloquecedor y me dan ganas de decir: «Por favor, cambien el disco»”.
Ambos, Leila y Bruno, Guerriero y Gelber, la cronista y el pianista, la literatura y la música, comparten algo en común: ellos son capaces de leer en los rostros, en los gestos o en las partituras, los secretos de unas vidas y trasladárselas al lector u oyente, confiándole los misterios que encierran y así, con la soltura que otorga lo que ha sido estudiado un tercio de la vida, ha sido soñado otro y se ha pensado el tercio que falta, logran una interpretación del mundo magistral. Es cuando a uno le dan ganas de decir: “Por favor, no cambien de disco”. Quédense, si gustan, todo el tiempo que quieran en esta Opus Gelber. Saldrán de ella más sabios y entenderán por fin la magia de la irrealidad. Ese irrealismo mágico que sigue cultivando Bruno Leonardo Gelber y que tan bien ha sabido retratar Leila Guerriero en estas páginas inolvidables. Les garantizo que les interesará el qué, pero no podrán sustraerse al cómo. Y es que el arte, a veces, puede ser encuadernado.