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No fui yo. Fue la inteligencia artificial

No fui yo. Fue la inteligencia artificial

En el momento en el que se escriben estas líneas hay un consorcio navarro multidisciplinar de empresas y entidades académicas desarrollando la I+D de un proyecto denominado ‘Emotional Films’. El funcionamiento de la tecnología sobre la que trabajan se mantiene en secreto para evitar robos de ideas o patentes. En cualquier caso, ya han adelantado que el objetivo consiste en que una inteligencia artificial adapte el contenido de una película según las emociones del momento del espectador.

Tengo todo el respeto debido al encomiable esfuerzo que, seguro, están dedicando a este intento de modelo de negocio, y al trabajo que, a largo plazo, sentará bases de conocimiento más avanzado y aplicado a otros ámbitos. Pero, aparte de prever este proyecto de entretenimiento como un experimento y moda tan fugaz como el cine 3-D ó 4-D, no hago sino concebir innumerables inconvenientes y menoscabos para con múltiples ámbitos de la vivencia humana.

Konpartitu Magazine es una revista de música, no de cine. Aunque el equipo de artistas que colaboran en ‘Emotional Films’ incluye un grupo de músicos, aquí no vamos a tratar su proyecto directamente, sino a señalar unos pocos apuntes relacionados. No hablaremos sobre el uso de la informática musical como instrumento o herramienta, no solo legítimo sino imprescindible; más bien, acerca del desatino que supone la intromisión y abuso de la inteligencia artificial en la experiencia musical. Empezamos observando la experiencia más cotidiana: las insoportables cookies de internet. En cuanto nos descuidamos con la configuración, a pesar de tener ante nosotros la mayor oferta fonográfica de la historia de la humanidad, un razonamiento informático apañado se empeña en sugerirnos que vamos a seguir queriendo escuchar al mismo artista o género musical de la última vez, ajeno a nuestras circunstancias. Afortunadamente, al otro lado de multitud de pantallas por todo el mundo hay seres humanos que, en foros o redes sociales, revelan, publicitan y recomiendan sus gustos personales descubriendo un inimaginable eclecticismo y disponibilidad que va desde géneros fuera de su lugar de origen (como el jazz etíope de los años 60), hasta toda clase de originales versiones (p. e. covers electrónicas de folklore finlandés), pasando por artistas que solo pueden adjetivarse como “únicos” y que sorprenden hasta que aparece otro aún más inclasificable (imposible decantarse por uno solo). Esta transmisión de insospechado conocimiento equivale al amigo que te recomendaba y pasaba un casete recopilatorio grabado en su doble pletina, pero supervitaminado y elevado a la enésima potencia.

Aunque no se puede recomendar la interpretación de un temazo que no existe. No obviemos el paso de la composición. Desde hace décadas se estudia la aplicación de algoritmos en la creación musical. A pesar de todos estos intentos, aún no hay organizada ninguna manifestación de un movimiento ludita 2.0 en que gente como Arvo Pärt, Quincy Jones, Hildur Guðnadóttir o Alejandro Sanz se dirijan, cual artesanos ingleses del siglo XIX sublevados, a destruir las máquinas que les “quitan” el trabajo. De los mencionados esfuerzos en investigación, especial publicidad adquirieron obras compuestas “al estilo de…” tal y como las había dispuesto un programa informático diseñado por el británico David Cope (nunca olvidemos que detrás siempre hay una persona o un equipo; no es una necesidad espontánea de expresión emocional o búsqueda de réditos por parte de la máquina). En declaraciones a The Guardian, Cope se mostraba convencido de que Mozart en particular, “con su genio estructural, de haber tenido los medios habría utilizado la inteligencia computerizada exactamente de la misma manera”. Quizá, sin ser consciente de ello, estaba haciendo referencia al Juego de dados musical atribuido a Mozart: el “Musikalisches Würfelspiel”, subtitulado “Instrucciones para componer cuantos valses o ländler uno quiera sin el menor conocimiento de música o composición”. Pero estos divertimentos de moda en el siglo XVIII solo fueron creados una única vez por autores como Mozart, Haydn, Carl Philip Emmanuel Bach, y otros. No basaron una hipotética producción en masa y en serie simplemente en el ciego acatamiento de unas cuantas reglas preestablecidas de armonía, contrapunto y forma.

Las piezas musicales necesitan algo más para ser atractivas. En las artes que se desarrollan en el tiempo, como la música -y regresando al inicio de este artículo, el cine-, el creador debe conseguir un fino equilibrio entre la novedad y lo ya conocido, tanto en estilo y estética, como a nivel interno. Una pieza musical de cierta duración debe tener coherencia. Uno de los modos de conseguirla es que exista una parte de material recurrente. Esto permite conciencia de unidad y unicidad de la obra. Además, aporta al oyente una sensación de satisfacción cuando reconoce material previamente escuchado, como el estribillo de una canción. Precisamente éste es un aspecto sobre el que actualmente está trabajando un grupo de investigación de Google en el proyecto Magenta, liderado por Douglas Eck. Simplificando, hasta ahora no se podía hacer (y en ello está su labor) que la inteligencia artificial tuviera “memoria” de lo que había hecho. Entonces, no “se daba cuenta” que anteriormente en la pieza había generado un motivo susceptible de reaparecer o ser variado con el objetivo de que fuera identificado por el receptor. Así mismo, las condiciones conocidas por la existencia de convenciones del género que se está escuchando permiten que el cerebro elabore unas expectativas de manera más o menos consciente. Esas expectativas en determinadas ocasiones se cumplen -otorgando al cerebro una recompensa de dopamina- o se trastocan -generando interés por la sorpresa-.

Una pieza instrumental, una obra de teatro musical, una película… en las que solo hay información que únicamente endulza el oído no suponen el menor desafío intelectual ni emocional. Recordemos que en ‘Emotional Films’ no se podrá elegir como en las antiguas novelas juveniles de ‘Elige tu propia aventura’, en las que el lector continuaba la lectura por una página u otra en función de una decisión planteada al protagonista de la narrativa. Dentro de sus limitaciones, se permitía escoger libremente un curso de acción acorde o diferente al temperamento del lector. Sin embargo, en el citado proyecto en desarrollo, el discurso cinematográfico varía ineludiblemente según una respuesta preconsciente. Trasladando esa tecnología a la música, oyentes de gusto más acomodado continuarían siempre sin ver desafiado su paladar, pasando por alto que, al igual que en gastronomía, en el arte también hay gustos adquiridos en base a la exposición recurrente; mientras tanto, incluso el oyente más desprejuiciado perdería la comunión de sentimientos propia del concierto en directo: no podría compartir la experiencia individual correspondiente a su reacción/resultado único y personal, por no estar integrado y simpatizando en consonancia con el público ante un mismo mensaje sonoro recibido simultáneamente por todos.

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