Ángel Gil-Ordóñez: «Infravaloramos a nuestras audiencias y lo que hay que hacer es retarlas»
El maestro madrileño cumple 25 años de carrera en Estados Unidos, donde trabaja como profesor en la Universidad de Georgetown y dirige desde 2003 el PostClassical Ensemble.
Iban a ser un par de años y de momento lleva casi veinticinco. Aterrizó en Nueva York el 6 de diciembre de 1993 «con la idea de tener una experiencia americana de un par de años y regresar» y hoy tiene incluso el pasaporte estadounidense. «Me considero un músico universal. Este país me ha dado la oportunidad de aumentar mi universalidad, pero evidentemente soy madrileño».
Ángel Gil-Ordóñez (Madrid, 1957) me recibe en su despacho de la Universidad de Georgetown con la misma jovialidad con la que me saludó el día en que nos conocimos hace unos meses. Acostumbrado a la fría distancia que desprenden algunos directores de orquesta, a la teatralidad aristocrática con la que marcan distancia, Gil-Ordóñez elimina las jerarquías con un abrazo y te recibe con la efusividad que uno espera de un viejo amigo al que hace años que no ve.
No parece muy diferente de su actitud como director, a años luz de la intimidación que impone la reputación de algunos maestros, como la del rumano Sergiu Celibidache, con quien Ángel trabajó mano a mano en Alemania durante varios años. «Yo no tengo el carácter de Celibidache. Mi acercamiento a la música no es hacerle la vida imposible a los músicos, sino crear las condiciones para conseguir el 100% de sus posibilidades». Las de su futuro las vislumbró con la visita del genio rumano a España en 1978. «No se me olvidará. Tuve mi epifanía musical en abril de 1978. Hizo dos programas con la Orquesta Sinfónica de Londres, entre ellos el Romeo y Julieta de Prokófiev, que para mí fue una revelación. No había escuchado en mi vida a una orquesta sonando así. Y al año siguiente le invitó la Orquesta Nacional de España y la transformó por completo. ¿Por qué? Por su extremismo. Era el director que más ensayos hacía, era una pesadilla trabajar con él, no se podían tocar ni tres compases que ya te estaba corrigiendo», recuerda.
Ángel estudió en el Conservatorio Superior de Música de Madrid en los años finales del franquismo y primeros de la Transición, donde instrumentalmente se formó como violinista. La suya propia la hizo marchándose a Munich, cuando todavía España no era ni siquiera miembro de la Unión Europea. «Para mí fue muy gratificante pasar de ser una especie de bicho raro en España por dedicarme a la música a estar en un país en el que ser músico tiene una importancia social». Llegó a Alemania con 27 años, «ya mayorcito» como para no adoptar ciegamente los postulados del maestro Celibidache. «La gente genial es muy poco objetiva», apunta Gil-Ordóñez. «Todo lo que aprendí fue genial, pero sentí la necesidad de ir al otro extremo, y por eso me fui a dar un curso con Pierre Boulez. Y al final, qué curioso, los dos decían lo mismo. En el fondo los grandes artistas están en el mismo sitio, pero llegan de maneras diferentes». Para el maestro madrileño, imitar no es una opción. «Si eres incapaz de asimilar lo que te enseñan y de hacerlo a tu manera es un problema muy grave. Llegué con madurez a estos dos maestros. No creo que hubiera sido positivo para mí haber estudiado siendo más joven con una persona tan exigente y absorbente como Celibidache».
Con todo ese bagaje, el bicho raro regresó a Madrid en 1991 donde, entre otras cosas, trabajó como director asociado de la Orquesta Nacional de España. Pero su estancia en España duró poco. «Estábamos en un momento un poco de nuevos ricos y había que tener muchas consonantes en los apellidos para ser tomado en serio», reflexiona Gil-Ordóñez que, sin embargo, no escatima palabras de agradecimiento para la orquesta, «que me trató de maravilla». Pero Ángel no veía continuidad en su trabajo. «Eso me dio mucha lástima. Yo [pensaba]: Hombre, me he estado preparando con este gran maestro… Hicieron muy buenas críticas de mis conciertos. Y claro, dices, joé, yo ahora lo que tendría es que ser director titular de una orquesta sinfónica. Cuando me fui a Munich en 1985 había cinco orquestas profesionales en España y en el año 92 cada autonomía tenía ya la suya propia».
Con un nombre falto de suficientes consonantes, Ángel Gil-Ordóñez se fue a probar la experiencia estadounidense con «un poquito de resentimiento». «Emigras porque, en el fondo, no encuentras lo que quieres donde estás», confiesa. Sin embargo, «de la misma manera en que en el emigrante hay una pequeñita dosis de rencor, hay también una gran dosis de agradecimiento. Tenemos un poco la sensación de que debemos devolver lo que hemos aprendido fuera», señala el madrileño que, aunque de vez en cuando regresa a dirigir a España, está deseando que suene el teléfono desde el otro lado del Atlántico.
En el americano, Gil-Ordóñez ha ido labrándose un prestigio a base de mucho trabajo tanto en el ámbito académico (durante muchos años profesor en la Wesleyan University y actualmente en Georgetown) como en el profesional, muy especialmente como director y cofundador en 2003, junto al historiador musical Joseph Horowitz, del PostClassical Ensemble. La formación, establecida en Washington DC y variable en el número de integrantes en función de los programas, es un esfuerzo creativo para combatir la crisis de las orquestas sinfónicas y de los formatos convencionales de presentación de la música. «Ya no está funcionando el formato tradicional de concierto. Y es que se está presentando la música como se hacía hace doscientos años», apunta Ángel, para el que fue Wagner quien transformó lo que era en origen una actividad social en una «experiencia espiritual. Ir a los conciertos es como ir a misa. ¡Que está muy bien! Pero para determinado repertorio».
Para romper con la liturgia, el PostClassical Ensemble busca «fórmulas con las que contar una historia. Para nosotros es esencial traer elementos que refuercen la experiencia musical. Buscamos una obra que nos fascine y creamos un contexto alrededor de ella con elementos que explican mejor la obra y hacen de la experiencia algo más abierto y universal». Por ejemplo, cuando de lo que se trata es de presentar una obra contemporánea, «hacemos doble audición. Es fundamental. Y es muy importante que el compositor esté». Así, continúa Gil-Ordóñez, «tocamos directamente la obra. Después el compositor habla un poco, se presentan otras de sus obras, le pedimos que elija una del repetorio tradicional que para él sea esencial, y terminamos el concierto con la primera». Como coda, se inicia una charla abierta a la participación del público después de la actuación. Fórmulas pensadas para asimilar con un mejor bagaje lo que a primera escucha puede resultar extraño y ajeno. «Esa premisa que utilizan muchos medios de comunicación de que al público hay que darle lo que quiere… No. Tú eres un artista y si tienes alguna misión en este mundo es precisamente educar a tu audiencia. Es tu obligación. Yo que soy padre, mi hija me hubiera adorado si le hubiera dado chocolate toda la vida. Pues hay que comer brócoli. La segunda vez que prueba el brócoli dice: Papá, ¿sabes que esto no está tan mal?. Pues ahí está. El problema es que infravaloramos a nuestras audiencias y lo que hay que hacer es retarlas». Los de Gil-Ordóñez junto a Joseph Horowitz son creativos y económicos. En un país donde apenas existe el paraguas de lo público, casi quince años de un proyecto que no complace, sino que exige, dan la medida del éxito de su arriesgada apuesta por el brócoli en la tierra de la hamburguesa con patatas.